El legado de Doña Lucrecia, la cantora que convirtió su patio en un bastión de la cultura popular.
En el corazón de El Bosque, entre calles levantadas a pulso, la casa de doña Lucrecia Figueroa resiste al olvido. Es una casa-memoria, donde el tiempo se mezcla con el aroma de tortillas recién hechas y el eco de una guitarra que llegó del sur para quedarse.
Su historia comienza en Barros Arana, Novena Región. Su madre, Efigenia Flores, cantora campesina, inventaba melodías como quien borda sobre tela usada; su voz bajaba del cerro como un río sonoro. De ella heredó repertorio y valor; de su padre, Salomón Figueroa, aprendió el compás de la cueca y la dignidad del baile. Sin recursos para estudiar, trabajó desde los 16 años, guardando su infancia como un tesoro.
Su llegada a la toma Venceremos en 1970 marcó el inicio de una vida profundamente vinculada al territorio. Allí, junto a su compañero, edificó su hogar y un espacio cultural que reflejó el espíritu solidario y creativo de la comunidad.
“Al principio, hacía grupos de niños y les enseñaba a cantar y bailar”, recuerda. Con vestidos cosidos a mano, formó sus primeros elencos. Ese trabajo germinó en el grupo Los Acacios, formalizado en 2000. Rescató niños en riesgo, formó generaciones y sembró cultura: cerca de mil personas pasaron por sus manos.
Doña Lucrecia guarda en la memoria más de sesenta canciones, incluidas cuecas propias. Es custodia de la memoria en la mesa: con tortillas de rescoldo y asado al palo, recuerda que en el paladar está la historia del sur de Chile y su Barros Arana de infancia.
En su patio, el fuego del rescoldo acompaña un cantar campesino que resguarda la memoria y las tradiciones, enlazándose con la huella de Violeta Parra, Margot Loyola y Gabriela Pizarro. Doña Lucrecia Figueroa representa más que una cantora popular: es memoria viva y portadora de una herencia cultural que florece generación tras generación, preservando el legado campesino frente al tiempo y el olvido.










